Gatillero
Escribo esto casi en Octubre, estremecido pero no sorprendido por un caso policial que involucra narcos copando un territorio, venganza, mucho dinero y autoridades inútiles.
Gatillero es un ejercicio interesante, no para grandes audiencias, y tampoco para recomendar, pero si para verlo.
A diferencia de sus otros compañeros de margen, los Tumberos o El Marginal de la vida, esta vez es todo demasiado parecido a la realidad, no hay edulcorantes, y no hay escenas de amistad, sexo o lealtades que, en esas dos otras ficciones, vienen a hacernos la vida un poco más fácil para que adoptemos la mirada de alguno de los personajes.
Acá es todo brutalidad, y el Galgo, el personaje central, se come a Diosito entre dos pan lactal.
No quiero decir que este sea el norte, Gatillero cuenta un episodio de los tantos que pueden suceder en los márgenes de la ciudad (en este caso es la Isla Maciel) con tanto detalle y lenguaje feroz, que uno no puede menos que pensar que mientras lo estamos mirando hay algún barrio en el que algo así está sucediendo.
Vamos a la historia, el Galgo acaba de salir de prisión y lo primero que hace es ir a robar en un almacén. Es de noche, roba y el almacenero le da la plata de la caja pero también aprovecha un descuido para empezar a los tiros.
EL Galgo corre, va a correr toda la película, está sucio, transpirado, nervioso.
Unas cuadras más allá no puede ni gozar de esos pesos que acaba de robarse, un patrullero de la policía lo cruza, pero no lo detiene, solo le saca el botín y lo advierte.
Lo roban.
Sale corriendo y se encuentra con otros, los narcos, los que tienen dominado el barrio, lo suben a una camioneta de las grandes y le dicen que hay 50 lucas para que le tire unos tiros a un negocio, para dar una señal, no hay que matar a nadie, solo tirar a la pared, para dar señales a los vecinos y a la policía, al comisario.
Lo hace pero todo sale mal todo el tiempo, y es el comienzo de una guerra entre narcos, soldaditos, motos que pasan rápido, tiros al aire, algún patrullero que es corrido a piedrazos, y una disputa feroz por el control del barrio, del territorio.
Estremecedor todo, agotador, sin respiro, el Galgo corre, escapa, se esconde, va a ver a una señora que atiende el comedor comunitario, se lleva un revólver de ahí, está furioso con los que le tendieron una trampa. Vuelve a la calle y corre, queda en medio de esa disputa de la que es ajeno pero ya no, se metió de cabeza cuando aceptó ese encargo que a todos se les fue de las manos.
Es brutal la película, involucra vecinos, varios pibes que caen muertos como moscas y a balazos precisos, ruidos de muerte.
Transcurre a la noche, está filmada con plano secuencia, el mismo prodigio que vimos en Adolescente hace unos meses, la tan premiada serie británica, pero acá está al servicio de la velocidad de las cosas, del poco tiempo para pensar, para sentir, para parar la pelota.
Todo es vértigo esa noche.
Sabemos que el Galgo tiene mamá y tiene una hija a la que no ve hace años, están en otra provincia, quizá las vaya a ver cuando haga algún trabajito.
Pero esa hora y algo que dura el relato, que pasa de la noche silenciosa y cerrada al amanecer en el que una avioneta va a llevarse del lugar a La Madrina, una capo narco del barrio interpretada por Julieta Díaz, no vamos a poder descansar un solo minuto.
Poca ficción, poca puesta en escena, parece todo tan real, el lenguaje, los modos, la desesperación, los personajes, que nos cuesta creer que no es un documental.
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