El lobista

El lobista

Alquimia de varios buenos ingredientes, un tema no explorado en ficción pero con una percepción negativa, buen elenco, buena campaña de marketing, un buen rockanrol como banda de sonido, y la promesa de contar algo parecido a la realidad.


5 Butacas



Pero la alquimia no siempre funciona, y si bien El lobista es un producto entretenido, no pasa de eso. 

Nunca llega a conmover y no hay manera de engancharnos con una historia muy despareja, que por momentos apela a la osadía y por momentos se vuelve vacía por completo.

Rodrigo de la Serna es Matías Franco, un estereotipado lobista de cabotaje, un conector, un facilitador e intermediario en una larga cadena de favores. Entenderemos en los primeros capítulos que juega al límite, y que va creando sus propias reglas.

Hasta que el destino lo cruza con un pastor (un buen arranque y no tan buen final de Darío Grandinetti) codicioso que lucra con una iglesia en la que los fieles no se cansan de hacer donaciones.

Poco a poco iremos descubriendo que la única personalidad que se mantiene fiel a los primeros capítulos es la de de la Serna, y el resto, casi todos, se irán develando más sucios, más complicados, más peligrosos a medida que la historia avanza.

El tema es que se recurre a situaciones demasiado forzadas, cuestiones que involucran a jueces, fiscales, agentes de inteligencia demasiado laxos y políticos que son una caricatura.

No hace falta forzar tanto los estereotipos para hacer tan visible el proceso en el que el lobista es especialista.

En la estructura de cada capítulo hay, a nuestro parecer, otro error fundamental, los capítulos terminan de una manera poco emotiva, casi como en un corte abrupto, lo que deja casi sin gancho para el que sigue.

También la historia, si bien tiene un sustento creíble, una trama policial bien hilvanada, a veces se pierde en detalles enfocados a ensalzar o describir al personaje, distrae de la línea argumental.

Entre los personajes, Leticia Brédice hace de una lobista mujer, una especie de contraparte, una compinche de de la Serna, pero se excede tanto en sus mohines, en sus miradas perdidas y boca extraviada, que se convierte en una caricatura más que en un personaje a seguir.

Hay dos personajes, uno menor y uno no tanto, que valen la pena, el que compone Alberto Ajaka, un fiscal amañado, amante de la ley y con métodos poco ortodoxos, y el personaje de Sancho, que es un agente de la AFI, un todoterreno amigo del protagonista que se encarga de los favores especiales.

En definitiva, es un buen intento, es entretnido, pero nunca pasa de ese entretenimiento, no lo podemos tomar en serio por la exageración y la deriva.


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