Adore

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Es una producción australiana perturbadora. Una de esas películas en las que la incomodidad te gana, se hace parte del relato y fluye, pero se encarga de reforzar a cada rato que lo que estás viendo tiene un costado complicado.
Un paraíso privado. Dos vidas perfectas, apacibles. Dos amigas bellas, muy unidas, tanto que habrá tensión sexual entre ellas, y chistes, y suavidades.
Son Robin Wrigth y Naomi Watts, muy rubias. Muy flacas, muy cuarenta y pico ambas.
Y en ese paraíso privado, en el que se puede vivir yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa porque las casas quedan justo frente al mar, y el trabajo a unas pocas cuadras, estas amigas viven una vida de pies descalzos y vistas espectaculares.
Son amigas, tienen las dos un hijo varón cada una, y así como crecieron juntas ellas, ellos también lo harán, compartiendo secretos y juegos. Vida.
Naomi enviuda.
Robin (qué linda está! Con el pelo corto como en House of Cards) decide no mudarse y quedarse en la casa a pesar de que su marido consigue un buen empleo en Sidney.
Y en esas tardes de brisa, de ventanas abiertas, de paisajes infinitos, un día sucede algo que desencaja. Un beso robado, un arrebato, un roce, y todo cambiará en el curso de las cosas.
Es que el hijo de su amiga la besa, y ella no puede evitarlo, y entre los dos surge una pasión extraña, dulce, incómoda.
Y su propio hijo, que ve cómo su madre sale de la habitación donde dormía su amigo, emprende entonces un camino que lo lleva a la seducción de la mamá de su amigo, solo, al principio, para que sienta lo mismo.
Pero sucede que todo es demasiado dulce y perfecto.
Y raro.
Ellas de casi 50, ellos de un poco más de 20.
Compartieron todo en su vida.
Hasta esto.
Ese es el nudo central de esta película dirigida por una mujer, y narrada en tono moroso, pero perfecto desde el punto de vista de las imágenes y de los planos y la sugerencias.
Pero el relato carece de sorpresa.
Los diálogos son fuertes e interesantes, pero no traducen en situaciones cinematográficas acordes.
No está mal.
Pero nos da la sensación de que podemos anticiparnos al final, a todo lo que sucederá, porque no hay esfuerzos por evitar las obviedades.
Plantea un dilema moral, es cierto, y lo lleva hasta el límite de lo aguantable.
Quizá desde ese punto de vista pueda correr alguna suerte y hacerse un lugar.
Y hay mucha belleza, ese no es un dato malo a la hora de contar una historia.


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