El cuento de las comadrejas

El cuento de las comadrejas

De homenajes, acidez, negrura y vejez va esta remake adaptada a los tiempos, de la mano profesional de Juan José Campanella.




7 Butacas




El desafío era revisitar una obra sensacional del recientemente fallecido José Martínez Suárez, Los muchachos de antes no usaban arsénico, que estrenada en los 70 en medio de violencia y temblores, no tuvo el éxito esperado, aunque se fue convirtiendo en película de culto en años posteriores.

Una especie de Sunset Boulevard criollo, con la diferencia fundamental que no es solo una vieja estrella del cine la que vive recluida en una casona añorando sus tiempos dorados, sino que lo hace rodeada de 3 hombres que han tenido que ver mucho en su vida, su marido actor, el guionista de sus mejores películas y el director que la guió en esos éxitos.

Los 4 forman una familia extraña, elegante, sofisticada, que habitan en una vieja casona de campo, rodeados de recuerdos, objetos y memorias del pasado glorioso.

Graciela Borges es Mara Ordaz, y es una hermosa caricatura de quizá ella misma. El recurso de Campanella de mezclar su rostro con el rostro de ella (Borges) en sus películas consagratorias, es un guiño excelente a la audiencia. Estamos viendo una parodia de una actriz, interpretada por otra actriz que se parece mucho, aunque exagerando sus rastros distintivos.

Mara será arrogante, el centro del mundo, compleja, combativa y a la vez ingenua. 

Puteará (todo el tiempo) será condescendiente, mandona y tierna, en dosis justas.

Es un gran papel de Graciela Borges, nada incómodo, interpretado con una sutileza y una gama de recursos extraordinarios. Se banca unos primeros planos increíbles, y reafirma que su belleza resiste el paso del tiempo, lo acomoda y transforma. Su voz, además de su sello, es un elemento fundamental en la composición de este personaje.

Está rodeada y asistida por su marido, un actor mediocre que tuvo a su lado su momento de brillo efímero, opacado por la estrella de Mara, compuesto por Luis Brandoni, que sale airoso del desafío, no solo del impedimento físico, sino de las emociones que tiene que manejar en su personaje. Será el hombre postergado, que vivió a la sombra de su esposa famosa, el sanador, el cariñoso, el amante y el despechado a veces. 

El guionista compuesto por Marcos Mundstock, es una delicia en sus diálogos y sus comentarios. El manejo de la palabra es su espada, y hace yunta con el director, quizá el más centrado de todos, el más mundano, el que todavía conserva algo de vínculo con el mundo de ahí afuera, compuesto por Oscar Martínez.

Una tarde un auto aparentemente perdido llega al jardín de la casa, se bajan dos jóvenes, una pereja, que extrañamente reconocen a los ancianos de inmediato y los alaban y llenan de elogios y conocimiento acabado de sus vidas.

Mara sucumbe a estos encantos, son los halagos por los que vivió toda su vida. Se deja llevar, se ilumina su mirada.

Con esa llegada comienza todo. Se desata el nudo central de la trama.

Un engaño, un secreto que se irá revelando, mordacidad al por mayor, ironía y una exquisita tirantez entre los protagonistas, se irán apoderando del relato y a hacernos cómplices de lo que está por suceder.

Todos son seres extraños, complejos, brutales a su manera, pero suavizados por un orden y una moral a la medida de sus ambiciones y sus deseos.

Campanella es un director de clásicos. Se lo proponga como en este caso, o no, hace homenajes todo el tiempo. 

A sus directores preferidos, a los climas clásicos de esas películas que veíamos hace años, en las que las cosas eran simples, tenían principio y fin, se lloraba y reía de manera espontánea y sin apelar a golpes bajos.

Un final previsible y a la vez macabro, que nos hace tener que acomodar el registro.

Esos viejos son capaces de cualquier cosa para preservarse, para cuidarse entre ellos, para sostener esa vida entre algodones que no debe ser amenazada por nada ni por nadie.

Secretos, decisiones del pasado, errores y sobre todo vivencias fuertes, son el pegamento que ha unido sus vidas para siempre, y que el relato nos irá contando y develando despacio, a veces por la mitad, a veces solo con sugerencias, para que todo sea más rico.

Un gran homenaje de Campanella a nuestros clásicos, quizá con algunos minutos de más, y por supuesto adaptada a nuestros tiempos, pero una obra seguro perenne.

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