Al final del arco iris (Teatro)


Al final del arco iris

 


Cualquiera pensaría que es una osadía poner una obra de teatro, levemente musical, con solo 4 intérpretes, sin bailarines, en plena calle Corrientes, sobre los últimos días de la vida de Judy Garland.

¿Qué expectativas de taquilla? ¿Qué haría que la gente la fuera a ver?

Doy mis razones, si bien los pergaminos que preceden a tres de los factótums de la puesta, me refiero a Karina K, Antonio Grimau y Alberto Favero, son como para hacernos pensar en un acierto de corrección y prolijidad, todo queda reducido a nada, cuando apenas las luces se insinúan, comienza el despliegue y la entrega de Karina K, y ya nada importa.

Transporta, emociona, nos pone nerviosos, nos conmueve y nos da ganas de subirnos a besarla y a darle al mismo tiempo una trompada.

Pocas veces creo que tenemos la oportunidad de ver en un escenario, en vivo, una entrega y una composición semejante.

Todo está equilibradamente desequilibrado.

Todo es profesionalismo y emoción.

Los últimos días en la vida de Judy Garland, en una habitación de hotel en Londres, y en el escenario de su última gira.

Su pianista y director musical de los shows, y su último prometido, que se convertirá en su quinto marido, mucho más joven, ambicioso y con la intención de volverla a poner en circulación, para poder vivir de ella.

El amor y el desamor. La soledad. Los nervios por pisar el escenario cada vez, la falta de dinero y el hastío de la propia vida. Todo está en cada gesto.

Lo fabuloso es que Karina K compone a una Judy en el momento de madurez, pero a la vez de extrema fragilidad. No hace una caricatura de una actriz y cantante ex prodigio de Hollywood en sus últimas borracheras, la hace explotar y llorar, sin excesos, reír de nervios, murmurar todo el tiempo, amar, putear, desesperarse por la droga que le falta y cantar con emoción en las dos horas que dura la obra, sin darnos respiro.

Y además con una voz y un dominio del escenario arrollador.

Las escenas cuando canta en el show esas canciones vacías, desesperadas, peleando contra al cable del micrófono y sus fantasmas son de un nerviosismo exasperante.

Lo mismo que los bajones y la humillación de la vuelta a la habitación del hotel.

Toda la obra es esta maravillosa composición.

Todo el mérito y todo el desgaste.

Está bien, correctamente acompañada por Grimau, en el rol del pianista gay que quiere acompañarla para salvarla, de su joven amante que será pronto su marido (en la vida real Judy se casa con él en Londres a poco de terminar con los shows y muere a los 47 años 3 meses después de la boda) que compone Federico Amador (para la platea tv aficionada) y la dirección musical e interpretación en vivo de un trío comandado por Alberto Favero, eternamente joven y dúctil.

Entonces sí hay que ir a verla.

Porque no son frecuentes estas interpretaciones tan jugadas y a la vez tan límites.

Porque la música y la puesta son sobrias y conmovedoras.

Porque es una apuesta diferente en una cartelera que tiene una salud increíble y auspiciosa (todas las obras, o casi todas, de la calle Corrientes estaban agotadas el viernes por la noche)

Porque hay mucho trabajo, hay profesionalismo, hay un texto bien traducido y hay buena dirección.

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